45 años de una epopeya: el triunfo de la Revolución Sandinista en Nicaragua

Un grafiti dedicado a la Revolución Sandinista. Esteli, Nicaragua, 2008.Christopher Pillitz / Gettyimages.ru

 

El proceso revolucionario nicaragüense constituye un ejemplo latinoamericano de lucha contra las formas contemporáneas del colonialismo.

 

Corre septiembre de 1978 y Nicaragua es un polvorín. En Estelí, una ciudad del interior, fuerzas del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) y espontáneos civiles enfrentan a la Guardia Nacional, el brazo armado de la dictadura somocista que controla el país desde hace más de cuatro décadas. Aunque se trata de una epopeya casi imposible, se concreta y deja al descubierto que las fuerzas insurgentes tienen capacidad real de tomar el poder por la vía armada.

En la memoria histórica latinoamericana, la batalla de Estelí marcaba la reedición de viejas épicas. Momento de inflexión, multiplicó por cientos el número de combatientes y los actos de heroísmo en cruenta lucha contra un muy largo oprobio impuesto a sangre y fuego.

Tampoco para Washington pasó desapercibido el significado de esos hechos. En memorándum dirigido al entonces presidente Jimmy Carter (1977-1981), fechado el 15 de septiembre de ese año, se apunta que “la situación en Nicaragua se está deteriorando rápidamente” y se establecen posibles escenarios para la participación de la Casa Blanca, que abarcan el inmovilismo, el sostenimiento del régimen hasta conseguir una “transición del poder a elementos más moderados” y el respaldo a una oposición que permitiera “controlar a los sandinistas”.

Tal era el nivel de implicación estadounidense en los asuntos internos nicaragüenses.

Largo brazo

En rigor, el control de EE.UU. sobre Nicaragua no comenzó con la dinastía Somoza, sino que se remonta a finales del siglo XIX con la aparición en escena de la United Fruit Company, la poderosa bananera que durante décadas ostentó un poder omnímodo en la vastedad del mapa centroamericano y devino en causa necesaria de la marcada desigualdad estructural que se instaló desde entonces.

Nicaragua bien pudo haber sido solo una parcela más en el “patio trasero” donde EE.UU. ejerció por primera vez su influencia y poderío. Pero entonces, entre 1927 y 1933, se produjo algo verdaderamente excepcional: bajo el mando de Augusto César Sandino, ‘General de Hombres Libres’, un ejército de campesinos depauperados puso en jaque no solo a los terratenientes sino también a la poderosa tropa de ocupación estadounidense.

Washington se vio forzado a retirar sus soldados, pero no dejó pasar la afrenta. Para saldarla, ya algo antes había creado la Guardia Nacional, un cuerpo militar concebido bajo la doctrina de la Escuela de las Américas. Liderado por el terrateniente y militar Anastasio Somoza García, ‘Tacho’, no pasó mucho antes de que se encargara de ejecutar con éxito el asesinato de Sandino y la restitución del tutelaje estadounidense. Se iniciaba una larga y dinástica tiranía.

Dinastía de terror

Con la muerte del gran abanderado de la soberanía y con el respaldo pleno del gobierno de Franklin Delano Roosevelt (1933-1945), Somoza García, educado en EE.UU. y perteneciente a una élite local muy reducida, se erigió como la figura de poder por casi 20 años. E incluso más allá.

Durante sus dos mandatos (1937-1947) y (1950-1956), dirigió Nicaragua con mano de hierro: persiguió implacablemente a sus detractores, aprovechó su poderío para aumentar las arcas de su familia y se convirtió en un aliado incondicional de los intereses estadounidenses en la región, signados en ese tiempo por la naciente Guerra Fría y la feroz batalla contra todo nacionalismo, en especial si era sospechoso de comunista.

El deceso de ‘Tacho’, resultado de las heridas sufridas en un atentado en septiembre de 1956, no supuso la debacle del régimen, en adelante liderado por su hijo Luis Somoza Debayle, pero sí abrió el compás para que a finales de esa década se constituyeran los primeros grupos opositores al margen de los partidos y de la oposición formal, encabezada en aquel momento por el Partido Comunista de Nicaragua.

Los tres bloques compartían un objetivo estratégico: acabar con la dominación estadounidense que, a través del somocismo, condenaba al país a la más profunda injusticia social.

En el plano internacional, las guerras de liberación nacional que se sucedían en lugares tan diversos como Argelia, el Congo, la lejana Indochina, también dejaron su impronta sobre los líderes opositores nicaragüenses, particularmente sobre aquellos de orientación marxista-leninista, que hicieron de la Revolución Cubana una fuente de inspiración.

Así, a inicios de la década de 1960 surgió el FSLN, una instancia heterogénea sin vinculación con partidos, inspirada en la figura de Augusto César Sandino, y que en su diversidad acabó por compartimentarse en tres bloques: uno que era marxista-leninista; otro, maoísta; y un tercero que aglomeraba nacionalismos de izquierda, la socialdemocracia y la teología de la liberación. Compartían todos un objetivo estratégico: acabar con la dominación estadounidense que, a través del somocismo, condenaba al país a la más profunda injusticia social.

La balanza se inclina

El proceso de acumulación de fuerzas del FSLN fue de largo aliento. La lucha contra Anastasio Somoza Debayle, ‘Tachito’, quien había sucedido en el poder a su hermano Luis, discurrió como una guerra de guerrillas. Lenta, muy lentamente, creció la identificación de otros opositores con el Frente, en medio de una estrategia silenciosa que logró incrementar apoyos entre el campesinado, los estudiantes, los obreros y los pobladores de áreas urbanas.

En paralelo, los sandinistas se propusieron acumular recursos de todo tipo, incluyendo armas y dinero, para organizar una ofensiva final contra el somocismo, que acusaba debilitamiento de su imagen internacional por la feroz represión y la creciente desigualdad. Señal clara de esa desacreditación fue el manejo de la ayuda internacional que recibió el país a propósito del terremoto que devastó Managua en 1972, puesto que esos recursos acabaron por engordar los bolsillos de la ya muy rica familia Somoza.

En 1974, el sandinismo dio arranque a la primera de muchas ofensivas contra instalaciones y personeros de la dictadura, con el propósito de presionar por la liberación de presos políticos y posicionar su agenda en distintos flancos, a partir de las áreas de acción que se arrogó cada uno de los tres bloques.

A finales de 1978, cuando se produjo la insurrección de Estelí, la correlación de fuerzas no era ya propicia para la continuidad de Somoza en el poder. Gobiernos que tradicionalmente tenían estrechas relaciones con EE.UU., como los de Venezuela, Costa Rica y Panamá, empezaron a llamar la atención en los foros internacionales sobre la situación de los derechos humanos en Nicaragua y a respaldar, con intensidades distintas, a los sandinistas.

Somoza respondió al creciente prestigio y poderío bélico del FSLN con una feroz represión que tuvo como blanco principal a la población civil, mientras que los sandinistas convocaron en marzo de 1979 a la ofensiva final y en junio llamaron a la huelga general.

En este punto del conflicto, EE.UU. intentó, sin éxito, sostener al régimen con el apoyo de la Organización de Estados Americanos (OEA) y procuró asentar tropas en Costa Rica, pretextando motivos humanitarios, pero también fracasó.

Somoza respondió al creciente prestigio y poderío bélico del FSLN con una feroz represión que tuvo como blanco principal a la población civil.

Sin más salidas, Washington le pidió entonces a Somoza Debayle su dimisión y este abandonó Nicaragua el 17 de julio de 1979. Al frente del país dejó al presidente del Congreso, Francisco Urcuyo Maliaños, quien se negó a renunciar hasta no completar el período constitucional, que concluía en mayo de 1981.

En un intento por preservar el régimen, Urcuyo exigió al FSLN que depusiera las armas, pero los sandinistas continuaron en su avance a la capital. Una impactante ofensiva, sustentada con pertrechos provistos por gobiernos socialdemócratas de la región, y reforzada por combatientes ‘internacionalistas’ llegados uno a uno de todo el continente, les permitió tomar Managua el 19 de julio de 1979.

Hace ahora exactamente 45 años. Poco después, los insurgentes fueron reconocidos por un amplísimo espectro de países como autoridad legítima de Nicaragua.

La revancha de EE.UU.

La victoria del Frente no supuso buenas noticias para la Casa Blanca, que se había fijado como objetivo frenar a los insurrectos. Por más que estos representaran para la opinión pública mundial la respuesta a décadas de malestar social, pobreza, racismo y exclusión, su decidida orientación izquierdista y nacionalista constituía una suerte de mal ejemplo que debía ser detenido cuanto antes.

De este modo, mientras el FSLN intentaba reconstruir un país devastado por la guerra y ponía todo su empeño en atender las numerosas necesidades de la población, el presidente Ronald Regan (1981-1989) puso rápidamente en marcha sanciones y agresiones directas contra el Gobierno revolucionario de Nicaragua, inicialmente con el argumento de que prestaba apoyo armado al Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, una insurgencia de El Salvador.

Documentos desclasificados de la época evidencian que, además de las sanciones económicas, EE.UU. redobló la apuesta y procedió a armar, financiar y apoyar militarmente a una guerrilla de contrainsurgencia, popularmente conocida como ‘contras’. Limitado por restricciones legislativas para proveer esa asistencia, la Casa Blanca implementó un gigantesco operativo secreto de compra y canje de armas financiado por drogas. Conocido como Irán-Contra, el ‘affaire’ generó para EE.UU. un inmenso descrédito.

Con esto, Nicaragua quedó sumida en un conflicto bélico interno en el que ninguna de las partes lograba imponerse, al tiempo que el Frente, en su condición de Gobierno, se veía obligado a dividir sus esfuerzos entre la gestión y los enfrentamientos con los contrarrevolucionarios.

Sin renunciar a la injerencia militar, Washington amplió su estrategia y decidió respaldar política y monetariamente a la oposición, encabezada por Violeta Barrios de Chamorro, una figura conocida en el país porque había sido miembro prominente de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional después del triunfo de la Revolución Sandinista, en calidad de independiente.

Además, Barrios de Chamorro era la viuda del periodista Pedro Joaquín Chamorro, miembro de una adinerada familia de Nicaragua y dueño del diario La Prensa –opositor al somocismo–, quien fue asesinado a inicios de 1978 en un incidente desde siempre atribuido al Gobierno de Anastasio Somoza Debayle.

Con este giro de tuerca, los sandinistas fueron desplazados del poder por obra de las urnas en 1990 y pasaron a ser parte de la oposición hasta 2006, cuando Daniel Ortega Saavedra resultó electo nuevamente presidente. Su mandato fue ratificado en 2011, 2016 y 2021. Se iniciaba otra época.

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