Dulces María

Isabel Hernández Madrigal

María era una mujer libre, decía, y debía serlo realmente, porque la soledad en la que vivía no era una pesada carga, sino un estado liberador que la llenaba de compasión por todos aquellos que, a diferencia de ella, vivían en la soledad compartida, esa en la que te sientes encerrado en una jaula cuya puerta está asegurada con un fuerte candado.

Tenía el pelo ondulado y blanquecino y, salvo en el trabajo, lo llevaba siempre suelto porque opinaba que su pelo debía ser tan libre como lo era ella. Tenía un oficio dulce rodeada de rosquillas, magdalenas, bollos rellenos de chocolate, pasteles y pastas de té, que hacía y que repartía todas las mañanas por el pueblo subida en una bicicleta de color caramelo, en cuya cesta de mimbre se podía leer un cartel que decía “Dulces María”.

María no siempre había sido pastelera ni tampoco libre. Antes de los pasteles trabajó el yeso, pero no esculpiendo esculturas o algo parecido, sino enyesando muros que sus compañeros, obreros como ella, construían para intentar sobrevivir al otro lado del mundo.

Había venido de muy lejos, contaba. Y se marchó porque en su tierra ya no encontró ningún trabajo, porque de alguna manera se sentía exploradora y porque su pueblo se le quedó pequeño, eso decía.

Tres razones importantes para emigrar a otro lugar, aunque ninguna de ellas fuese la definitiva. La definitiva, y que nunca había contado a nadie, tuvo que ver con un hombre, con los besos y los abrazos de un hombre y con un anillo en el que, sin pretenderlo, vio como la llave de una jaula en la que no quiso ser encerrada.

Y no tuvo valor. No fue capaz de decirle no a José, a su sonrisa de niño bueno, a su pelo negro y sus ojos gatunos, a su deseados brazos, a su lazo eterno. Y huyó, como quien ha cometido un delito, como quien se oculta de algo muy grave, como quien es perseguido por la prisión o la muerte. Se marchó de noche, sola, sin decirle nada a nadie, ni a sus padres, ni a sus hermanos, ni siquiera a Rosa, su mejor amiga. Fue cobarde. Por eso, se fue muy lejos, porque en el fondo huía de su cobardía, a un lugar en el que empezar de nuevo. Un lugar en donde nunca, ni remotamente, alguien pudiera reconocerla.

Llegó a Dios le Guarde un día de primavera. Le llamó la atención del pueblo, además del nombre, el que sus calles casi todas estuviesen en cuesta. No esperaba quedarse. Pensó en lo que sería una vida entera subiendo y bajando cuestas, pero en Dios le Guarde, María fue consciente de que su viaje hacia la libertad no lo había hecho sola. Frente a la Iglesia de la Purísima sufrió un desmayo, el primero de algunos otros que aún le quedaban y que ella, en ese momento, desconocía. Se la encontró Rufina tirada en el suelo. Pidió ayuda y entre algunos vecinos de la calle la llevaron a la panadería, el lugar más cercano a la Iglesia y en donde Rufina, además de trabajar, vivía. María recobró el conocimiento, tumbada en el sofá de una casa oscura con un fuerte olor a pan recién horneado. El médico, al que habían avisado con urgencia a causa del desmayo, se lo dijo al reconocerla “no tiene usted nada importante, un simple desmayo muy normal en su estado”.

El mundo se le vino encima. De repente se encontró sola, lejos de su casa y de su familia, lejos, muy lejos del padre del hijo que llevaba en las entrañas. Se echó a llorar, ante la mirada expectante de Rufina, que no pudo hacer otra cosa más que consolarla y ofrecerle su casa por esa noche. “Mañana, Dios dirá, le dijo”. Y mañana se convirtió en la jaula de toda su próxima vida. En Dios le Guarde nació su hijo, en Dios le Guarde lo crió con ayuda de Rufina, su abuela postiza. Y cuando Rufina murió, María se quedó con su hijo y la panadería que ella había convertido en pastelería adaptándose a los nuevos tiempos. Nunca hubo otro hombre en casa, salvo su hijo, aunque ella, de joven se encamó con quien quiso, que para eso era una mujer libre y como le decía Rufina,” la juventud no dura siempre”.

La juventud pasó veloz como un caballo de carreras, o al menos eso le parecía a María ahora que su hijo ya no vivía con ella y que se encargaba sola de hacer y repartir los dulces. La jaula se había abierto para ella que, subiendo y bajando las cuestas del pueblo en bicicleta durante décadas, estaba en plena forma a pesar de tener cincuenta y cinco años. Era una mujer libre, se decía a sí misma. Eso que siempre había querido ser.

El sentimiento de liberación le hacía sentir bien, pero de alguna manera continuaba atada a Dios le Guarde y al sube y baja de sus calles, por lo que dentro de ella, al igual que aumentaban los dulces en el horno, fue creciendo, poco a poco, una necesidad cada vez mayor de cambiar de vida. Tenía el pelo blanco sí, pero también toda la fuerza de querer seguir viviendo.

En su juventud se había lanzado a un mundo nuevo perseguida por una petición de matrimonio. Ahora no tenía necesidad de huir de nada ni de nadie, salvo de su propia rutina. María siempre había sido exploradora, siempre había querido descubrir nuevos lugares, nuevas gentes, nuevas formas de vida.

Tenía confianza en sí misma y en sus posibilidades de sobrevivir en cualquier lugar, así que se dijo “ahora es mi momento de elegir, y ahora elijo otra vida distinta, una fuera de Dios le Guarde, cerca del mar, lejos de este lugar, apartado, casi desierto, al que he permanecido atada durante demasiado tiempo”.

María bajó en su bicicleta color caramelo la cuesta que le conducía a la carretera de Moralverdes sintiendo la libertad total de poder abrir las alas y emprender un nuevo vuelo. Su pelo blanco ondeaba al viento al igual que una vela. “Esta vez nada ni nadie va a detenerme, se dijo”, y pedaleó veloz por la carretera que le llevaba al río.

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